- Fecha de publicación
- Febrero 2022
- Business
- Artículo
Roberto se dirigió hacia el paseo marítimo, como cada día, para ir a trabajar. Lo tenía a poco más de cincuenta metros de su apartamento. No era el camino más corto para ir a la empresa, pero de esta forma disfrutaba de esos primeros momentos de la mañana con la vista del mar y el sonido de las gaviotas. «Ese paseo me da la vida. Sin él no podría aguantar la presión del trabajo».
Desde su despacho, situado en la primera planta del edificio, gracias a un enorme ventanal que ocupaba casi todo el lateral izquierdo del despacho, podía ver las salas de montaje, de cortado de chapa y de soldadura. En el vestíbulo le esperaba Rosa Garmendia, una consultora con quien había hablado por teléfono hacía un mes y con quien había quedado en verse para tratar las necesidades de la empresa.
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Rosa era especialista en procesos de transformación empresarial, pero, a las preguntas de Roberto, su respuesta fue, no obstante, en los primeros compases de la conversación, que se dedicaba a conocer a las empresas para ayudarlas y de momento ahí lo dejó. Roberto le contó que la empresa fabricaba grupos electrógenos y motores contra incendios. Y que también comercializaba diferentes complementos y accesorios para el mantenimiento de aquellos.
Le confesó Roberto que tenía grandes expectativas sobre lo que ella podía aportar, pues le habían hablado muy bien de su colaboración en compañías con grandes dificultades.
Roberto tenía la responsabilidad global de la empresa, pero su prioridad y en lo que estaba más centrado era en que la cifra de ventas aumentara.
Hablar de los trabajadores, del espíritu de equipo, de la comunicación, de los procesos de fabricación, de calidad, de ratios contables o de indicadores internos no puede decirse que no le preocupara, pero daba la impresión de que lo veía solo como asuntos y datos que se dejarían arrastrar positivamente por la inercia que imprimiese la cifra de ventas, que era su obsesión.
Rosa trataba de introducir en la charla elementos que le permitieran encender la luz en la cámara donde se cocía, sistemáticamente desde hacía cuatro años, la reducción de la rentabilidad de los fondos propios o del retorno de las inversiones. También dejó caer la expresión clima laboral y le preguntó cómo lo percibía él como responsable de la empresa. Comprendió enseguida Rosa que, a este respecto, allí, cuando se habla de clima se piensa únicamente en términos meteorológicos.
Estaban en esto, cuando oyeron voces en las salas de fabricación. Roberto hizo un gesto de «quédate tranquila, que esto es habitual. No olvidemos que estamos en el sector del metal…». A propósito de la discusión, que iba en aumento al otro lado del ventanal, Roberto comentó que la mayoría de los operarios eran magrebíes. Pero que todos, también los nacionales, tenían muy baja cultura.
Después de casi dos horas de conversación y de revisar diversa documentación —catálogos de productos con las diferentes potencias y para los diferentes sectores: industrial, gama pesada, defensa, etc.—, Rosa decidió dar un paso más y le habló claramente a Roberto: «La empresa pierde agua por casi todas las juntas y, de seguir así, llegará a la deshidratación general, y se pondrá en serio riesgo su supervivencia como organización».
En la planta baja, al mismo tiempo, subía el volumen de las voces. A través de los ventanales del despacho se veían los puestos de trabajo de los operarios Juan, Mariano, Akram y Bahir. Eran los soldadores, puestos clave en el proceso de producción. Seguían discutiendo acaloradamente, sin ponerse de acuerdo, sobre si la bancada que tenían que hacer y que sustentaría el grupo electrógeno cuyo plano tenían encima de la mesa debía soldarse por el sistema de hilo continuo MIG-100 sin gas o con electrodos, también conocido este sistema como soldadura manual MMA por arco voltaico.
Cuando Roberto y Rosa se pusieron a observar a los operarios desde el despacho, la realidad era que más que las discrepancias sobre el dilema técnico que tenían por delante, la discusión estaba teñida de las fobias partidistas de unos contra otros, y no eran precisamente fobias políticas, sino futboleras. Se acababa de jugar la final de la copa y se habían enfrentado los equipos en los que unos eran partidarios de uno y otros de otro. No era la mejor situación para consensuar un problema técnico ni para ser eficientes en cuanto al tiempo que debían invertir en el asunto que estaban tratando de resolver.
La situación del mercado en el que se movía la empresa con motivo de la pandemia mundial del coronavirus era convulsa. El déficit de materias primas en los países productores, especialmente China, y la repercusión en las navieras, que multiplicaban por quince el precio que tenían los fletes hacía menos de un año, reducían el estocaje drásticamente y disparaban los costes en el sector.
Por otra parte, el contexto global era pesimista. La recuperación mundial se desaceleraría en medio de continuos brotes de COVID-19, disminuiría el apoyo macroeconómico y crecerían las dificultades en las cadenas de suministro. Tales perspectivas se verían empañadas por riesgos como el desanclaje de la inflación y el estrés financiero. Si algunos países requiriesen una reestructuración de la deuda, la recuperación sería más difícil de lograr que en el pasado.
Teniendo en cuenta el elevado porcentaje de la producción de la empresa que se dedicaba a la exportación, no sería precisamente el comercio exterior el que paliaría las dificultades que encontrarían en el mercado nacional.
Mientras Roberto y Rosa valoraban estas cosas sentados en el sofá del despacho frente a una taza de café, acudió uno de los encargados para decir que, en la zona de doblado de chapa, acababa de producirse un accidente. En una de las máquinas, el dispositivo que avisa de que algún objeto invade un espacio prohibido estaba desactivado y uno de los trabajadores había perdido varios dedos de la mano derecha. El encargado de Recursos Humanos no estaba localizable y no sabían lo que debían hacer en esta situación.
Rosa, en el tiempo que estuvo esa mañana con Roberto en su empresa —una más de las muchas pymes que constituyen el noventa y siete por ciento del total de las empresas españolas del sector privado—, le habló de que, si no quería seguir obteniendo los mismos resultados que venía obteniendo en los últimos años y que habían provocado aquella reunión, tendría que dejar de hacer las mismas cosas que venía haciendo.
Y le apuntó, entre otras, algunas herramientas básicas que tendría que empezar a utilizar, tales como la constitución de un comité de dirección, la implantación de un sistema de calidad y de un plan de formación que abordase aspectos de carácter organizativo, de actualización técnica para los operarios, de dirección y gestión de personas, de técnicas de ventas y marketing…
En fin, se trataría de desaprender prácticas que habían dado como resultado el hundimiento de la empresa y de adquirir nuevos conocimientos y habilidades que se correspondiesen con los nuevos valores que serían de obligado cumplimiento si de verdad tenían vocación de continuidad y de desarrollo de la empresa.
Roberto asentía con media sonrisa a todo lo que decía Rosa y con temerosa convicción exhaló un inseguro y temeroso comentario: «¿Y si cuando los trabajadores aprendan a costa del dinero de la empresa se me van a otro sitio…?».
Estaba claro que cuando al líder se le plantea que el control del conjunto de la empresa se basa en la formación de las personas y en su integración en un proyecto común para todos y no en su ignorancia, muchas veces le tiemblan las piernas ante el trabajo que tiene por delante, porque teme perder el control y verse superado por los propios componentes del equipo al que tiene que dirigir y motivar.
Cuando Rosa atravesó el alféizar de la puerta de la empresa de Roberto y pisó el suelo de la calle, alzó la vista, respiró profundo y en breves segundos encontró la etiqueta con la que titularía aquella reunión: «La flojera del líder».
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