- Fecha de publicación
- Abril 2020
- Marketing y Comunicación
- Artículo
Profesor del Executive MBA y del Máster en Dirección de Personas y Desarrollo Organizativo de ESIC.
Muchos de nosotros pensábamos, quizás desde hace ya unos meses, que íbamos a disfrutar estos días de Semana Santa en familia cambiando de ciudad y descubriendo nuevos territorios. Finalmente, vamos a descubrir solo territorios interiores: los de la casa y también los de uno mismo y los de las relaciones familiares (tan íntimas, tan estrechas y tan retadoras como las que estamos viviendo estas semanas de #yomequedoencasa).Viendo imágenes en televisión, en Instagram o en Twitter, me he topado con la ciudad que íbamos a visitar. Es una imagen hermosa y, al tiempo, desoladora. Es una ciudad vacía. En nuestras ciudades ya no hay coches, ni personas, ni ruidos, ni contaminación, ni prisas, ni turistas… solo un denominador común: la vacuidad.
Ciudades vacías
Desde Barcelona hasta Santiago de Compostela; desde Roma hasta París; desde Nueva York hasta el pueblo donde vivo, Tres Cantos, todo está vacío. No vacío de arte, ni de belleza, ni de la expresión de la naturaleza, ni de industrias… sino de personas; personas que con sus gestos cotidianos y sus deseos, expectativas, ilusiones y momentos de estrés (del bueno y del malo) llenan las ciudades de energía, la energía de la vida.
Estas imágenes de las ciudades vacías me producen cierto desasosiego: ¿volveremos a recuperar los ruidos, la prisa, la vida, la plenitud de nuestras ciudades, la tensión agitada de la vida urbana? Espero que sí, lo ansío, pero al mismo tiempo no lo deseo.
Me explico. Parte 1: Sí, lo ansío.
Acostumbrado (33 años a este ritmo) a despertarme temprano, entrar en el atasco, surfear por reuniones diarias, impartir ocho horas de clase otros días, o la combinación de ambas actividades, empiezo a sentirme ansioso por volver la normalidad anterior y estoy deseando que abran las compuertas de la presa y que el agua siga fluyendo corriente abajo. Estoy impaciente por ver a mis compañeros de trabajo, disfrutar del café y el pincho, compartir tiempo con mis alumnos, hacer la compra en el mercado defendiendo entre apretujones mi turno en la pescadería, volver a las clases de spinning sudando en grupo enjaulado entre las paredes del gimnasio, disfrutar de las comilonas familiares toqueteando libremente los platos, las cucharas, los vasos, las servilletas y la última croqueta que ya ha manoseado alguien…
Me explico un poco más. Parte 2: No lo deseo.
Al tiempo que anhelo la etapa anterior —llamémosla «citius, citius, citius»—, en estas semanas hemos redescubierto el espacio de lo íntimo, el placer de estar quietos, una perspectiva que consiste en ver el valor intrínseco de la vida desde otro prisma más lento, menos agitado y también más personal.
Es el prisma que nos permite valorar la vida desde una posición de vulnerabilidad y que hasta ahora solo conocíamos como individuos cuando nos sobrevenía un problema o una gran dificultad, pero hoy lo experimentamos y vivimos como sociedad. Hemos descubierto que un simple virus —un enemigo invisible y letal que ni vemos y en mi caso ni entiendo— puede quebrar, socavar y enterrar la vida cotidiana como la conocíamos hasta ahora. Lo que era fruto de guiones de películas se ha plantado como un mal sueño en nuestra realidad; solo que no es un sueño: es «the new normal».
Esta vulnerabilidad nos ha hecho sentir de cerca que nada es permanente, que no somos tan grandes ni tan sabios ni tan poderosos y, adicionalmente, que a los ciudadanos de estas ciudades vacías nos une nuestra fragilidad y nuestro deseo de ser felices. Esta crisis nos ha devuelto a nuestra esencia: somos seres humanos frágiles y vulnerables. Y eso genera una sociedad más abierta a escuchar —sin ir conectada al piloto automático—- y más plana. No hay jerarquías: el bichito no entiende de estatus; puede afectar a personas de todos niveles sociales. Y por eso ha logrado que nos escuchemos más todos en todo el planeta: porque lo que hoy te pasa a ti mañana puede pasarme a mí.
Esta crisis nos ha devuelto a nuestra esencia: somos seres humanos frágiles y vulnerables
Corazones llenos
Al mismo tiempo, esa fragilidad nos ha enseñado que tenemos una enorme fortaleza como especie. Son los corazones llenos: la generosidad y el amor.
Son los corazones llenos en cuanto a la capacidad de aceptar el aislamiento, o al coraje para combatir el virus sin los EPI y los recursos necesarios, o al humor para compartir esos momentos en los que hacemos el ridículo con la idea de despertar la risa propia y ajena, o a la generosidad de coser mascarillas con las fuerzas, destrezas y materiales que tengo en casa.
Son los corazones llenos que aplauden a las ocho de la tarde, llaman a los seres queridos todos los días o buscan cómo ilusionar a los más afectados con una canción, un poema o simplemente un dibujo del arco iris.
De ahí viene mi sentir contrapuesto: ansío recuperar la energía de las ciudades llenas pero nunca a costa de la fortaleza y la vitalidad de estos corazones llenos.
Un sueño
Deseo recuperar las ciudades llenas y mantener los corazones llenos; que esta pandemia nos haya servido para cambiar de paradigma: menos velocidad por más atención al momento presente; menos tener por más ser; menos ego por mas empatía; menos individualismo por más comunidad.
Qué hermosos y esperanzadores efectos secundarios nos habrá dejado esta pandemia (sin pasar por alto ni olvidar el precio pagado por el esfuerzo y las pérdidas que todos hemos vivido) si, cuando pase, nuestras ciudades se siguen llenando con más aplausos a las ocho de la tarde, con más ciudadanos que se siguen saludando desde los balcones, con más colectivos que hace semanas se enfrentaban y, sin embargo, ahora se honran mutuamente cuando alguien realiza un acto generoso o sufre una pérdida.
Tengo un sueño: ciudades llenas con corazones llenos.
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