Estrategia, integridad y valores | Cultura de la empresa
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- Agosto 2019
- Fecha de publicación
- Agosto 2019
- Business
- Artículo
Profesor en ESIC y Director de CASTELLÓ CONSULTING. Economista; consejero de empresas.
En tiempos de disrupción, con la consolidación de nuevos modelos de negocio, las ventajas competitivas tradicionales pasan a ser neutralizadas por aquellas empresas que muestran agilidad estratégica y capacidades dinámicas flexibles.
La integridad y la transparencia se convierten en palancas de creación de valor muy poderosas. Su ausencia en una compañía supone importantes desventajas, que ofrecen a sus competidores actuales y potenciales una brecha importante desde la que pueden desarrollar ventajas competitivas sostenibles a largo plazo.
En muchas ocasiones, la cultura de la organización no resulta plenamente operativa. En consultoría solemos trabajar el desarrollo organizacional combatiendo aquellas inercias que conducen a que ciertas compañías terminen construyendo discursos vacíos y grandilocuentes.
La transformación digital de las empresas requiere alineamiento de los diferentes componentes que conforman su cultura, así como un nivel de madurez cultural e integridad de valores que hagan posible una implantación 4.0 eficiente.
Algunas empresas experimentan una degeneración continuada en su cultura organizativa, de modo que este proceso termina por laminar el liderazgo. La autocomplacencia lastra su capacidad de generar valor a largo plazo. La construcción de significados ya no se hace desde las personas y para las personas, sino desde la cosmética del marketing, la tecnología o ambas. En estos casos, inexorablemente, la autenticidad y la coherencia se evaporan conforme los trabajadores, primero, y los clientes, más tarde, sufren la correspondiente disonancia cognitiva.
Coexisten dos discursos: el que se asume de forma oficial y que se construye desde la profilaxis de marketing y comunicación, y el articulado desde el respaldo que ofrecen los hechos. La compañía repite el primer discurso, pero conforme transcurre el tiempo la mayoría de los implicados deja de vivirlo como veraz. El segundo discurso aflora siempre a largo plazo, en el vórtice del conflicto cognitivo, por cuanto en muchas ocasiones la reconstrucción entonces ya corre el riesgo de llegar tarde y de volverse una tarea ímproba. Más allá de sus declaraciones, las acciones reales de los directivos dejan de apoyarse en valores reales de forma progresiva y, si bien, la misión, visión y valores de la empresa aparecen destacados en la página web de la compañía, sus significados se tornan meramente retóricos, carentes de ejemplaridad.
Tras un proceso de reflexión estratégica, las compañías suelen llevar a cabo la declaración de su misión, visión y valores, esto es, la delimitación del contorno en el que se desarrolla y se va a articular la estrategia de la compañía, estableciendo el modo en que interactuará con las diferentes partes interesadas.
En este sentido, la cultura de la organización debe resultar operativa, alineada con los valores que definen la empresa tal y como es, y tal y como desea ser en el futuro, evidenciando su propuesta de valor y, en definitiva, su razón de ser última.
Desde una distorsión más o menos implícita del discurso, y ante la ausencia de honestidad de algunos directivos, en estos casos surgen dinámicas perniciosas que aíslan y expulsan a la mayor parte de los trabajadores disidentes. La cultura de la organización comienza a incrementar sus niveles de toxicidad, articulando incentivos perversos que premian la escasa honestidad de aquellos miembros del equipo que más rápidamente progresan en la jerarquía de la organización y castigan a los más íntegros, condenándolos al ostracismo, cuando no invitándolos a desarrollar sus carreras en otras empresas.
Siempre que abordamos este problema en trabajos de consultoría, contemplamos con estupor cómo, transcurridos meses de esta dinámica envenenada, aparecen vastos paisajes de desolación casi idénticos a los descritos. Estas situaciones ponen en peligro la estabilidad de la empresa y, en muchas ocasiones, pueden llegar a cuestionar su posicionamiento en el mercado. Se trata de una infección subterránea, apenas visible desde el exterior, pero que se enraíza en la cultura y termina siempre impactando sobre los resultados de un modo u otro.
De hecho, una de las características nucleares de esta situación supone que, en procesos muy avanzados, los efectos encuentran una muy difícil reversión. Cuando la mayor parte de los implicados es plenamente consciente de la situación, en muchos casos, aquellos directivos que la provocaron ya no están en la compañía, sino que hace tiempo que se marcharon para cooptar otras organizaciones.
¿Cuál es el detonante de la toxicidad de la cultura de la empresa?
En función de las experiencias pasadas, es posible afirmar que habitualmente el detonante de esta peligrosa secuencia puede venir dado por un proceso de sucesión en la empresa familiar que quizá fue ejecutado con rapidez, escasa diligencia o defectuosos controles accionariales.
En otras ocasiones, la empresa en cuestión ha asistido de forma compulsiva a intensos desarrollos directivos, por lo general procedentes de delegaciones que se encuentran en fuerte expansión e incluso de áreas funcionales que han ganado súbitamente una gran importancia dentro de la compañía. A veces, un diseño organizativo deficiente permite que ciertos directivos ejerzan acciones de puro maquillaje sobre el rendimiento corporativo a medio plazo.
Con mucha frecuencia, la situación se precipita bajo el conflicto cultural que supone la rápida integración de varias compañías adquiridas o fusionadas, los efectos indirectos de un rápido crecimiento o incluso un proceso de transformación digital diseñado y ejecutado bajo parámetros erróneos.
En todos los casos, acostumbran a coincidir incrementos súbitos de poder otorgados a ciertos directivos que no se equilibran con salvaguardas efectivas accionariales en el consejo de administración. Así las cosas, el deficiente diseño organizativo es aprovechado por los directivos díscolos, que construyen inercias de difícil detención en una intensa reconfiguración de los comités de dirección y del consejo de administración.
Además, el común denominador de la mayoría de esos directivos que protagonizan algunos de los episodios referidos suele ser la ambición desmedida, el cinismo y cierto relativismo ético. Desde su soledad, articulan autojustificaciones y desarrollan sentimientos morales que, por paradójico que pueda parecer, les hace sentir éticamente ejemplares.
El marco estratégico colisiona entonces con la cultura, en tanto que esta no se encuentra bien alineada y, en consecuencia, se demuestra ambivalente y falaz. En este contexto, un correcto desarrollo corporativo debe impulsar estructuras organizativas planas que permitan la reordenación de controles e incentivos.
Al fin y al cabo, la estrategia no es otra cosa que un conjunto de reglas sobre el modo de ser diferentes en el mercado, hoy y en el futuro. Si la misión, la visión y los valores se vuelven huecos y carentes de sentido, solo es cuestión de tiempo: el contorno que delimitan no resulta creíble para ninguno de los miembros de la organización, ni para el mercado. La estrategia pierde su claridad y precisión, dejando de resultar efectiva a largo plazo.
La integridad de los directivos, su ejemplaridad y la coherencia de la empresa modelan la cultura de la organización, y ello impacta sobre los resultados a medio y largo plazo.
Como decía Peter F. Drucker, «la cultura de la empresa come estrategia para desayunar» y, añadimos nosotros, siempre se queda con hambre.
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