- Fecha de publicación
- November 2021
- Marketing y Comunicación
- Artículo
Profesor de ESIC y Corporate Education. Consultor de radio y comunicación. Imparte formación relacionada con distintas áreas comunicativas como habilidades de comunicación; presentaciones, construcción de mensajes y comparecencias eficaces en medios; cómo la comunicación es el eje central de la eficiencia de la empresa.
Marcos Blanco, uno de los nombres más prestigiosos del ámbito del marketing digital en España y director del Máster en Marketing Digital de ESIC Business & Marketing School, me reconocía que, aunque la situación ha avanzado mucho en estos últimos años, lo cierto es que las pymes «siguen sin estar al nivel de lo que ocurre en otros mercados. Creo que muchas todavía desconfían de las redes sociales».
En una entrevista que incluyo en mi último libro, Empresas o juglares (ESIC Editorial, 2021), Blanco afirmaba: «Lo digital no forma parte todavía del ADN de las pequeñas empresas españolas». Y me pregunté: ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué las pymes miran con desconfianza a ese nuevo escenario digital repleto de potencialidades? Y me propuse investigar las causas y, sobre todo, aportar caminos y certezas en torno a ese intrincado camino que otros ya están transitando con éxito.
Tuve la suerte, en este proceso, de conocer al prototipo de pyme que incursionó en el escenario digital, sobre todo a través de las redes sociales (Facebook e Instagram, además de YouTube), que me facilitó la comprensión de lo que tenemos delante y muchos siguen sin ver. Pepe Chuletón es el apodo con que se conoce a José Luis Sáenz Villar, un riojano, cuarta generación de carniceros, afincado hace treinta años en Calahorra con un negocio familiar que a punto estuvo de irse a pique con la crisis de finales de la década de los 2000.
Pepe Chuletón —ya nadie le llama por su auténtico nombre— es capaz hoy de colocar uno de sus chuletones en cualquier punto de Europa en 24-48 horas. Su carnicería, ahora, tiene puesto el escaparate en Internet, y desde aquí vende sus enormes chuletones de buey y vaca vieja que él mismo cría y mima. La calidad incuestionable de su producto, su campechanía y su cercanía a la hora de venderlo, junto con los nuevos canales digitales de venta, le han permitido no sólo recuperarse, sino contratar más personal y crecer como pequeña empresa familiar. Hoy le reclaman para liderar franquicias y él, de momento, desestima las amables pero inciertas aventuras emprendedoras que le proponen. «El otro día me llamaron para abrir una hamburguesería en plena Castellana de Madrid», me revela. «Ni me falta ni me sobra dinero y, si me meto en esta historia a mis cincuenta y tantos años, me da que me va a llevar mucho tiempo, pero la oferta es tentadora», admite.
Marcos Blanco en la teoría y Pepe Chuletón en la práctica me hicieron ver la necesidad de trabajar un libro que invitara a los pequeños empresarios, que son quienes mantienen el tejido industrial y comercial español, a perder el miedo a las redes sociales, a ver sus potencialidades, a —sin tener mucha idea de los secretos del marketing digital— establecer sus propias estrategias en redes, a adaptarlas a cada red social en función de sus características y públicos, a observar siempre con ojos críticos a la competencia y aprender de ella no para copiarla, sino para intentar aportar un valor diferenciador y, por fin, a valorar la importancia de la interacción con los clientes.
El universo digital nos permite no solo llegar a nuestros potenciales clientes de manera (casi) gratuita —lo que ha democratizado el marketing y la publicidad—, sino también conocerlos mejor, interactuar con ellos, obtener información de primera mano acerca de la calidad de nuestros productos o servicios y, en definitiva, ajustar mucho más nuestros controles de producción para alcanzar el éxito.
Pero las cuñas en radio, las páginas de publicidad en un periódico, los spots en televisión e incluso los banners que inundan algunas páginas web están perdiendo eficacia entre las nuevas generaciones, que han aprendido a gestionar mejor, casi desde la indiferencia, los bombardeos publicitarios. Esto ha obligado a los creativos a replantearse formatos para robustecer el objetivo de una empresa: vender. Y, entre ellos, han descubierto dos bastante parecidos que están logrando altas cotas de penetración en el mercado. El primero es el branded content, o contenidos de marca, que es la vinculación de una marca con un contenido de calidad emocionalmente potente, bien de producción propia, bien de producción ajena, cuyo fin no es la venta directa, sino la generación de una imagen positiva de la marca que deje huella en la memoria del público. El segundo se conoce como marketing de contenidos, que sí busca, en cambio, la conversión diferida en el tiempo de una operación de compra a través de la producción, planificación y distribución de contenidos prácticos relacionados por lo general con la naturaleza del producto o servicio.
En cualquier caso, ambas estrategias se acercan al ámbito de los contenidos para, a partir de ellos, tratar de llegar al consumidor final con uno u otro objetivo. Una huella positiva de marca y un contenido práctico de interés conducirán a la postre a la culminación de un proceso de compra. Pero el camino, está claro, pasa por los contenidos, por integrar la publicidad de manera elegante, huyendo de la evidencia y la zafiedad, en los temas que son leídos, vistos o escuchados por el público. Y el canal predilecto para extender esta estrategia pasa por lo digital.
Empresas o juglares se plantea este nuevo escenario en el que las marcas se han convertido en contadoras de historias, como los antiguos juglares medievales que concentraban a su alrededor, en corros distendidos, a decenas de personas que se ensimismaban con sus historias. Mi único objetivo es, en última instancia, ayudar a quienes no saben, a quienes temen, a quienes no se atreven a crear un contenido para alcanzar a su audiencia (casi) gratis. Los tiempos han cambiado.
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